(Castellano) Educación, Patrimonio y Cultura de Paz

ORIGINAL LANGUAGES, 27 Jan 2025

Fernando Montiel T. - TRANSCEND Media Service

I

Hablar de patrimonio es hablar de todo aquello con lo que se cuenta, y en este sentido, el tema obliga también a considerar todo lo que se perdió, ya por descuido, por saqueo o por destrucción, y en esa línea de pensamiento no hay carencia de ejemplos en la historia y la geografía.

Si nos centramos apenas en la historia del mundo moderno, a los viajes de exploración de finales del siglo XV siguieron la ferocidad de los procesos de expansión imperial con sus correlatos colonialistas, mercantilistas y esclavistas. Y ahí podríamos detallar las dinámicas emprendidas por las coronas española y portuguesa en América Latina entre los siglos XVI y XIX, o la experiencia decimonónica del Imperio Británico bajo el liderazgo de la Reina Victoria por igual en Asia, África y Oceanía y todavía en el siglo XX, las acciones de la corona belga en el Congo, de Alemania en Namibia contra los pueblos herero y nama o la fundación del estado de Israel en la tierra de Palestina tras la Segunda Guerra Mundial. Cierto es que se trata de diferentes actores, en diferentes momentos que todos actuaron por diferentes razones. En algunos casos la lógica fue política -dentro de las dinámicas de dominio territorial y expansión en el marco de competencias imperiales-, en otros las razones fueron económicas -como la explotación de recursos para alimentar centros desde las periferias- y algunos más las motivaciones fueron religiosas o ideológicas, pero en todos los casos, los saldos humanos fueron los mismos: el desarraigo y la alienación de las personas, el agotamiento de las tierras, la destrucción de las sociedades y el genocidio.

El entendimiento operativo que alimentó todos estos procesos fue una lectura del mundo en términos de propiedad: el mundo y todo lo que contiene está ahí para ser reclamado, poseído y utilizado en la lógica del derecho de los fuertes y de los vencedores.

Por sí misma, esta lectura de la realidad ya era lo suficientemente destructiva, y cuando se pensaba que no podía ser peor, paradójicamente la luz del conocimiento trajo consigo sombras todavía más obscuras, pues los pro[i]motores y beneficiarios de estas maquinarias de violencia, despojo e imposición comprendieron pronto que las fortunas que arrebataban valían más que su peso en oro: valía el oro por el oro, sí, pero también valía el barro por lo que representaba, por lo que contenía en su calidad de artefacto cultural depositario de una cosmovisión, memoria y símbolo de las culturas sometidas. Este entendimiento cambió la lógica del proceso intensificándolo, pues ahora sabían que lo que tenían bajo su control no era sólo propiedad, sino algo de mayor profundidad, alcance y valor: era patrimonio.

En el siglo XVIII los ejércitos napoleónicos contaban con unidad especializadas en la identificación, clasificación y saqueo de los bienes culturales de los países invadidos. En el siglo XIX el Museo Británico se llenó con millones de piezas amputadas de sus culturas de origen y en el siglo XX la Alemania Nazi llevó estos procesos de robo del patrimonio de todas las tierras que pisaron a nuevas alturas.

Es esta una breve historia del modo en que se ha perdido o destruido el patrimonio, una historia que continúa con cada conflicto armado activo, sea la ocupación de Palestina o el genocidio del que nadie habla en Yemen por Arabia Saudita con el beneplácito de sus patrocinadores.

II

“Cultura es lo que queda cuando todo lo demás ha desaparecido” es una expresión de atribución incierta, pero elocuente para nuestros fines. Y si tomamos esta expresión y la combinamos con la tesis de que lo que distingue la propiedad del patrimonio es el componente cultural, lo que resulta es que la cultura encuentra en el patrimonio, sea material o inmaterial, sus receptáculos en el presente y sus transportadores en el tiempo y el espacio.

La custodia del patrimonio, independientemente de si se trata de una custodia legítima o ilegítima, impone al custodio responsabilidades y obligaciones para con la cultura de la que forma parte el patrimonio, para garantizar su permanencia y prevenir que termine como una más de las víctimas de la destrucción o el olvido en el marco de los procesos a los que hemos hecho referencia.

Fuera de los actos aberrantes de iconoclasia deliberada -como lo fuera la destrucción de lo que llamaron “arte degenerado” en la Alemania Nazi en 1939 poco antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, o la desaparición de los Budas de Bamiyán por los talibán en Afganistán en 2001 poco antes del inicio de la Guerra contra el Terror- el cumplimiento de las responsabilidades que impone la custodia del patrimonio es naturalmente desigual, y en este sentido podríamos definir tres grandes grupos.

En la primera categoría estaría ese patrimonio del que no queda nada, independientemente de si su desaparición fue resultado de la violencia, del descuido o del olvido; aquí estamos hablando de esas culturas de las que lo único que queda son rumores en el tiempo y leyendas. Aztlán en América del Norte, El Dorado en América del Sur y la Atlántida, apenas referida en alguno de los Diálogos de Platón y localizada en algún lugar indeterminado serían ejemplos ilustrativos. Este es el dominio de los mitos.

En la segunda categoría se inscribiría el patrimonio constituido de vestigios que nos hablan, así sea parcialmente, de culturas que fueron y de las que tal vez no queda nada más que testimonio material en la forma de arte y artefactos, o lenguas y algún conocimiento de sus ritos como testimonio inmaterial. Es este el circuito en el que arqueólogos e historiadores sirven como guías.

Y tenemos la tercera categoría en la que antropólogos, sociólogos y lingüistas en particular

-pero extensivo a todas las ciencias sociales y las humanidades en general- tienen mucho que aportar. Es la categoría en la que el patrimonio está vivo y activo; estamos hablando de las culturas y sus integrantes que lo producen y lo reproducen -los pueblos originarios- que florecen en armonía y colaboración con el mundo, o que se encuentran en conflicto y defienden su existencia, incluso a veces a través de la violencia.

III

 Y no es para menos, después de todo la defensa de la vida pasa también por la defensa de la cultura, que en el campo espiritual, es la casa común de todos los que comparten los mismos

códigos simbólicos. Esta metáfora de la cultura como un hogar es útil para tocar aspectos importantes en la relación entre educación, patrimonio inmaterial y cultura de paz.

Las culturas conviven unas junto a otras, cada una tiene una identidad específica y en la constitución de esa identidad con frecuencia comparte rasgos con otras dentro unidades más amplias, después de todo las casas pueden tener diseños distintos dentro de un mismo estilo arquitectónico. Este es el cómo y el por qué nos referimos a pueblos mayas por ejemplo, reconociendo con esta expresión trazos comunes -el aspecto maya- pero también usamos el plural para reconocer su diversidad: por eso hablamos de pueblos y no de pueblo.

Las culturas como las casas tienen espacios, y cada uno de estos espacios tiene sus particularidades.

Primero están las áreas comunes. En estas áreas se encuentra mucho del patrimonio material e inmaterial -usos y costumbres, cocina, lengua, etc.- que llena distinguen -en el doble sentido de identificar frente a los demás y de realzar su dignidad- a quienes habitan esa casa cultural. Las listas de Patrimonio Mundial elaboradas por la UNESCO si bien no son un referente absoluto en la materia, sí ofrecen una referencia útil de estos espacios al identificar elementos en la arquitectura, la pintura, la escultura, la literatura, los lugares, la cocina, la lengua, los usos, costumbres, etc. que son, al mismo tiempo, motivo de orgullo para los de casa y causa de admiración entre los visitantes, vecinos y observadores: patrimonio de valor indiscutible, producido y custodiado por unos para enriquecer la existencia de a todos en la familia humana. Ahí están, por ejemplo, la ceremonia ritual de los Voladores que practican diversos pueblos originarios en nuestro país, el canto de la pirekua de los pueblos purépechas y las tradiciones de culto a los muertos por mencionar sólo algunos ejemplos.

Luego están los espacios privados. Se trata de espacios íntimos reservados en principio sólo para los habitantes de la casa cultural. El acceso a ellas es restringido y sólo por invitación. Están ahí como una ilustración los reportes que refieren cada determinado tiempo antropólogos e investigadores sobre su experiencia, ya como observadores o participantes, en ritos religiosos a los que se les concede acceso de manera excepcional y con frecuencia con reservas. Es en estos espacios donde se genera el tejido que une a los integrantes de esa cultural. La invasión, la manipulación o la distorsión artificial de los procesos que tienen lugar en este nivel de la identidad cultural provocan fuertes reacciones: la destrucción de sitios culto o la disrupción de procesos sagrados y serían ejemplos de las provocaciones que con facilidad pueden derivar en reacciones violentas.

Y finalmente, están los espacios obscuros, en un sentido, los sótanos de la cultura. Aquí se puede aventurar una hipótesis: no existen las culturas violentas, lo que existen son aspectos violentos en las culturas, aspectos que en algunos casos son más numerosos y/o tienen mayor visibilidad y en otros tienen un perfil más bajo, son más discretos, a veces incluso, son casi secretos y lo que producen no es el orgullo de los espacios abiertos ni la intimidad de los espacios privados, sino rubor y con frecuencia hasta vergüenza: es aquí donde ocurren prácticas como la venta de niños y los matrimonios infantiles en lugares de México y otras latitudes en pleno siglo XXI, prácticas legitimadas históricamente por usos y costumbres y que, en esa medida, forman parte de esas culturas y caen en el campo de la responsabilidad de los gestores de ese patrimonio.

IV

 Aquí es donde se hacen presente el combate que Octavio Paz sintetizaba como “Ideas y Costumbres”: las costumbres son aquellos aspectos de la cultura que permanecen a través del tiempo, y que están activas en el presente pero que encuentran sus raíces en el pasado; y las ideas son las propuestas que vienen a refrescar la realidad y que por su innovación -sin juzgar de manera prematura sobre su conveniencia- provocan tensión con las costumbres. En un sentido es la configuración de la dialéctica marxista: la tesis de las costumbres es confrontada con la antítesis de las ideas, confrontación de la que eventualmente resultará una síntesis que en el futuro será leída, a su vez, como una nueva tesis en un ciclo sin fin.

Esta tensión en el campo de la cultura entre ideas y costumbres se vuelve álgida cuando aflora el tema de la violencia, en especial de la depositada en los sótanos de la cultura, al ser expuesta a la luz de los marcos actuales de referencia en materia de derechos humanos.

No está de más repetir: nada de esto permite la descalificación de culturas en general, pero sí explica los puntos de choque entre aspectos específicos de culturas particulares frente a principios generales aceptados de culturas compartidas como la de los derechos humanos en concreto, y en un sentido más general, la cultura de paz.

Las evoluciones de los procesos para tratar de solventar estos choques y contradicciones son varios, y en buena medida, constituyen la esencia de muchas de las dinámicas de conflicto actuales que se experimentan en el mundo en todos sus niveles y que tienen en fenómenos como la migración -ya sea voluntaria u obligada por cualquier motivo- la integración y sus problemas, sus vehículos y arenas principales.

Y aquí es importante hacer dos advertencias.

Primero.- El impulso de historias de bronce -con sus intentos de fusionar y constituir de manera artificial nuevas culturas- ha demostrado ser un camino peligroso: los mexicanos del norte no se sienten mexicanos del mismo modo en que lo hacen los mexicanos del centro o del sur. Y las capas de la cultura que quedan debajo del barniz homogéneo del nacionalismo cosmético tarde o temprano afloran a través de la identidad: soy mexicano, sí, pero antes, potosino y no cualquiera: de la huasteca.

Segundo.- La política de identidades tampoco ha mostrado ser un camino más seguro. La historia de bronce yugoslava en tiempos de Tito se ahogó en sangre ante la beligerancia de la política de identidades practicada tras su muerte, alimentada desde afuera y activada a través de las armas por bosnios, croatas, serbios, albaneses… La construcción social a partir de esta política de identidades -enfatizando las diferencias que alimentan la paranoia y la histeria en la lectura de los demás- afianza el dogmatismo, la exclusión y el sectarismo militante que imposibilitan una interacción cultural constructiva, creativa, concreta, aceptable y perdurable -todos, elementos clave fundamentales de la cultura de paz- y ya no se diga la protección del patrimonio material e inmaterial de todos los involucrados.

V

 Las ideologías militantes que fracturan a la sociedad en lugar de unirla -como si el humanismo pudiera ser practicado por segmentos de raza, clase, género, generación, nacionalidad o cultura- requieren atención, pero esta atención no puede seguir la misma senda de la polarización, la descalificación y el combate con miras a una eventual derrota. ¿Por qué? Porque estas opciones ya se han intentado sin mucho resultado, y por ello, hay que explorar otro camino no buscando resultados finales, únicos, estáticos y absolutos sino transformaciones, graduales, en varios niveles y por medios pacíficos.

Desde el fin de la Guerra Fría los conflictos violentos se construyen en torno a las diferencias culturales de los participantes en eso que Mary Kaldor ha llamado las “Nuevas Guerras”. Otros autores han utilizado otras expresiones para el mismo fenómeno, entre ellas, el de “Guerras Degeneradas”. En esta nueva lógica de la violencia armada, el patrimonio como testigo, depositario y trasportador de cultura ha dejado de ser un daño colateral del horror de la guerra para convertirse en un objetivo militar en sí mismo. Tragedias como la destrucción del puente de Mostar en Bosnia-Herzegovina en 1993 en medio de los combates entre facciones, o el saqueo -diez años después, durante la invasión estadounidense- del Museo de Bagdad -que tenía bajo su resguardo algunos de los artefactos culturales más antiguos de la historia de la humanidad- son llamados de emergencia que indican la necesidad de acción, sí, pero también de imaginación.

Si la premisa es que el patrimonio debe ser protegido de la violencia, sea esta natural o antropogénica, en cualquiera de sus formas, entonces se sigue que esta protección pasa necesariamente por la protección de los custodios, es decir, de las personas y las sociedades que lo albergan y que le dan sentido: el patrimonio vivo. Y si esta es la premisa entonces para cumplir la misión tres ideas de amplio espectro pueden ser exploradas.

Primero – Si bien es cierto que la tolerancia es necesaria en situaciones tensas y a veces hasta desesperadas, no es suficiente si lo que se busca es una aproximación profunda de largo alcance. ¿Por qué? Porque la tolerancia no acepta, sino que soporta; tolerar al otro no es aceptarlo sino resistir su existencia. La alternativa es la exploración a través de los prismas de una curiosidad sana para identificar puntos en común y también diferencias. Los hallazgos vinculantes serán reconocidos, y las diferencias, en la medida en la que no lastimen, serán celebradas por su aportación a la riqueza y la diversidad.

Segundo – Si la humanidad como realidad vinculante ha de tener futuro, ese futuro necesariamente será cosmopolita. Nadie expresó de forma más clara el significado de este concepto que el Ejército Zapatista de Liberación Nacional cuando señaló que en su agenda estaba la construcción de “Un mundo en el que quepan muchos mundos”; muchos mundos con todo lo que implica: las personas, sus culturas y patrimonios.

Tercero – ¿Y qué hacer con las incompatibilidades? ¿qué hacer con las diferencias que parecen insalvables por la razón que sea y que en su seno contienen las semillas de la confrontación, de la violencia y la destrucción de personas, culturas y patrimonios? La respuesta para ambas preguntas es la misma: educación en la empatía para evitar el prejuicio y el miedo; desarrollo de habilidades hacer frente al reto de la diferencia a través del uso activo de la no violencia en la transformación pacífica de conflictos y el ejercicio de la creatividad en la tarea de construir una cultura de paz como casa común, en la que no existen reservas en el derecho de admisión.

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Fernando Montiel T.: Representante de TRANSCEND para América Latina. Profesor en la Cátedra UNESCO en Ética y Derechos Humanos del Tecnológico de Monterrey, Campus Ciudad de México y en la Maestría en Estudios de Paz en la Universidad de Basilea (Suiza).  Autor del libro La Violencia Experta: Notas sobre el narcotráfico en México y algunas ideas para la paz (TUP, 2012). Correo: fernando.montiel.t@gmail.com

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