Aunque actualmente no hay ninguna guerra mundial en curso, en definitiva nos enfrentamos a un mundo en guerra. Ucrania y Gaza (¿y pronto todo Oriente Medio?) están siendo testigos de la más cruel y destructiva de ellas. Sin embargo los dos conflictos son, al mismo tiempo, el indicador de la mirada sesgada sobre la dinámica de los enfrentamientos armados y del doble discurso del Norte. Basándose en los datos y criterios del Uppsala Conflict Data Program – UCDP (https://ucdp.uu.se), la ONU define la guerra como un conflicto armado patrocinado por el Estado en el que mueren al menos 1.000 personas en combate cada año. Según estos criterios, en 2023 había nueve guerras en curso.
El UCDP también distingue otras dos categorías de conflictos: los conflictos “no estatales” y la “violencia unilateral”. Los primeros son el resultado de enfrentamientos entre grupos armados organizados, mientras que los segundos implican el uso de la fuerza armada por parte de un Estado o un grupo armado formalizado contra una población civil. Al igual que los conflictos interestatales, han ido en aumento en la última década aproximadamente -sobre todo la violencia no estatal, que ha aumentado considerablemente-, pero son mucho menos letales: en conjunto representan poco menos de una cuarta parte de todas las víctimas de conflictos en la última década. Entre 2019 y 2023, México por sí solo representó casi dos tercios de todas las personas muertas en conflictos no estatales, mientras que el Este de la República Democrática del Congo (RDC) representó el 20% de los muertos·as debidas a la violencia unilateral.
El mundo no había visto tantos conflictos desde la Segunda Guerra Mundial. El número de víctimas es mucho menor que en el período 1946-1999. Desde el final de la Guerra Fría hasta 2020, se ha mantenido relativamente bajo, con las notables excepciones del genocidio de Ruanda en 1994 y la guerra de Siria, especialmente en 2013-2014. Sin embargo, esta tendencia general oculta algunos momentos y focos especialmente mortíferos: por ejemplo, en los enfrentamientos entre Etiopía y Eritrea (1998-2000) en 1996 y 1999 murieron casi el 40% y el 50% de las personas, respectivamente. Sin embargo, la guerra civil que estalló en Etiopía en 2021 se cobró casi 300.000 víctimas en dos años, más de la mitad de todas las víctimas de conflictos armados durante ese periodo. En definitiva, lo que debe preocuparnos es menos el recrudecimiento de los conflictos que su transformación, imperfectamente comprendida por las definiciones “clásicas” de la guerra.
Tendencias actuales
No abordaremos aquí el uso de las nuevas tecnologías -armas autónomas, ciberataques, etc.- en las guerras actuales- de los cuales el dron es la herramienta más conocida y extendida, especialmente en la guerra ruso-ucraniana Los expertos estiman que para 2023 Ucrania perderá 10.000 drones al mes (IEP, 2024). En su lugar, estas páginas pretenden centrarse en las últimas tendencias de la dinámica de los conflictos en términos de geopolítica, actores, desafíos y estrategias, desde una perspectiva Norte-Sur.
En primer lugar, cabe señalar que la delincuencia se cobra muchas más víctimas que los conflictos armados. Por ejemplo, el número anual de homicidios en 2019-2021 fue de aproximadamente 450.000, tres veces más que el número de personas asesinadas en conflictos en esos tres años. Sin embargo, la distinción entre organizaciones criminales y grupos armados se está difuminando (véase más adelante). Además, el hogar y la familia siguen siendo el principal campo de batalla y el lugar donde se ejerce la mayor parte de la violencia contra niñas y mujeres: en 2017, el 58 % de los feminicidios de mujeres fueron cometidos por el marido o uno de los progenitores (ONU, 2020).
Los conflictos violentos se concentran de dos maneras, tanto geográficamente como en términos de víctimas. La mayoría de las guerras se concentran en África y Oriente Medio, mientras que la mitad de los muertos en 2021 y 2022 fueron etíopes y en 2023 palestinos y ucranianos. Otra característica de esta violencia es que tiene profundas raíces históricas, que a menudo se remontan al periodo colonial, creando conflictos de larga duración en forma de conflictos latentes o de baja intensidad, o incluso “guerras interminables” que estallan en respuesta a un acontecimiento concreto.
Además, muchos de estos conflictos se internacionalizan en el sentido de que uno o ambos bandos reciben el apoyo de tropas de un Estado externo, lo que a menudo implica directa o indirectamente a una u otra potencia regional o incluso mundial, en función de intereses estratégicos. Es el caso de Libia, Sudán y el Cuerno de África, estas dos últimas regiones objeto de artículos en este número de Alternatives Sud. A este intervencionismo hay que añadir el comercio de armas, en el que Estados Unidos es -con diferencia- el principal protagonista que alimenta los conflictos (Thomas, 2024a). Este nexo nacional-internacional y la multiplicación de actores enfrentados sobre el terreno dificultan aún más la búsqueda de una solución pacífica.
Por último, la mayoría de los conflictos violentos actuales no se derivan (o no solamente) de enfrentamientos entre Estados. En ellos intervienen agentes no estatales como organizaciones terroristas (incluidas las transnacionales), empresas militares y de seguridad privadas (EMSP), milicias, organizaciones delictivas y grupos armados híbridos o con fronteras porosas con la delincuencia. El resultado es una fragmentación de redes y actores y ataques que la mayoría de las veces se dirigen contra civiles. Y en lo que respecta a la investigación académica, resulta difícil comprender la dinámica de los conflictos armados contemporáneos utilizando herramientas analíticas del siglo 20.
La globalización neoliberal, la estrategia de seguridad estadounidense, la emergencia de un mundo multipolar con el ascenso de China y de las potencias regionales, la intensificación de los flujos financieros y armamentísticos y la extensión de la delincuencia organizada son algunos de los principales fenómenos cuyas consecuencias están modelando la configuración de la soberanía de los Estados y, en consecuencia, la naturaleza de unos conflictos marcados por formas de privatización.
La “guerra contra el terrorismo” declarada por la Casa Blanca tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 constituye un hito importante en esta transformación. Dado su carácter global y la plasticidad de sus metas y objetivos, encarna una estrategia ofensiva que legitima la militarización de la política. También se ha convertido en un catalizador de una doble erosión de la soberanía estatal: por un lado, al etiquetar a algunos Estados como “canallas” y pertenecientes al “eje del mal”, y por otro, al normalizar el uso masivo de las EMSP, empresas que venden servicios de seguridad y militares en la escena internacional. Por ejemplo, la ocupación de Afganistán e Irak vino acompañada del uso masivo de EMSP (Bilmes, 2021), hasta el punto de que estas empresas se convirtieron en la principal fuerza de trabajo en ambos países.
Wagner, la EMSP más conocida y condenada en Occidente, forma parte de hecho de una economía globalizada en la que las principales empresas son estadounidenses y cuyo mercado estaba valorado en unos 224 mil millones de dólares en 2020 (Transparency International, 2022). Las actividades de estas empresas plantean una serie de problemas, sobre todo desde el punto de vista jurídico y ético, ya que no rinden cuentas a nadie y gozan prácticamente de impunidad. También está la cuestión de su independencia efectiva de la política de los países en los que operan y su posible utilización en guerras de poder. En este libro, Tek Raj Koirala explora la dinámica del sector de la seguridad y su división del trabajo, que duplica en gran medida la relación Norte-Sur, a través del caso de antiguos soldados nepaleses implicados en la EMSP en Afganistán.
En términos más generales, debe cuestionarse la concepción weberiana del Estado como poseedor del monopolio de la violencia legítima. La erosión del Estado y la privatización del poder público son estrategias que los propios Estados a menudo aplican, al menos en parte. Por lo tanto, la relación entre los Estados y las EMSP no es sencilla e implica competencia y cooperación más que subordinación directa o independencia total.
Además de los Estados y las sociedades militares, en las guerras actuales suelen participar otras categorías de actores armados, lo que complica el escenario del conflicto. Colombia es un ejemplo de ello. El acuerdo de paz firmado en 2016 con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) debía poner fin al conflicto armado más largo de América Latina. Ocho años después, puede decirse que estamos lejos de conseguirlo. Entre 2016 y 2024 fueron asesinados·as 1559 líderes y lideresas sociales. En los últimos tres años se han producido unas 100 masacres, con cerca de mil víctimas, y Colombia es el país más peligroso del mundo para los defensores de la tierra y el medio ambiente (Indepaz, 2024; Global Witness, 2024).
La guerra no ha desaparecido, pero ha cambiado, lo que dificulta aún más la política de “paz total” del gobierno de izquierdas de Gustavo Pedro. Como resultado, el conflicto armado se ha convertido en “un escenario extremadamente híbrido en el que las fronteras entre política y criminalidad son cada vez más difusas” y en el que los actores armados pasan de una a otra (Llorente, 2023). Esta hibridación varía según los territorios -su riqueza en recursos naturales, cultivos de coca o no, y su importancia estratégica- y las organizaciones implicadas, pero queda oscurecida por la retórica política utilizada por estas organizaciones para acceder a las negociaciones con el Estado colombiano y beneficiarse de ellas. Sin embargo, el denominador común de todos estos grupos es su inmersión en la economía ilegal y su lucha por el control del territorio para obtener diversas rentas.
Política y militarización
El gasto militar mundial no ha dejado de aumentar en la última década. Estados Unidos, que representa más de un tercio de este gasto -tres veces más que China, que ocupa el segundo lugar-, es también, con diferencia, el mayor exportador de armas, con un 42 % de las exportaciones mundiales entre 2019 y 2023 (Spiri, 2024). Los principales importadores son India, Arabia Saudí y Catar, que juntos suman más de una cuarta parte de las importaciones mundiales en el mismo periodo. Lejos de ser consecuencia de un contexto marcado por (la amenaza de) la guerra, el gasto militar y la circulación de armas forman parte de la lógica de la militarización.
“La guerra no es más que la continuación de la política por otros medios”, dijo Clausewitz. Hoy en día, la interacción entre política y guerra se ha intensificado hasta el punto de constituir una forma político-militar. Quizá la manifestación más evidente sea la oleada de golpes de Estado que sacude África desde 2020 (Malí, Burkina Faso, Níger, Guinea y Gabón). Sin embargo, desde Argel hasta Bangkok y San Salvador, estas incursiones violentas de los militares en la cúspide del poder van de la mano de formas más encubiertas o paradójicas de cooperación entre los gobiernos y las fuerzas armadas.
Según Hoecker (véase su artículo en este Alternatives Sud), este fenómeno en América Latina refleja “la emergencia del militarismo civil”. El hecho de que las fuerzas armadas vuelvan a situarse en el centro de atención en un continente que ha vivido una larga noche de dictaduras militares plantea una serie de interrogantes y preocupaciones. Sin embargo, no se trata de una vuelta al pasado, sino más bien de una reconfiguración. De hecho, son los partidos políticos gobernantes los que, a menudo de forma oportunista, están recurriendo a las fuerzas armadas para implicarlas en la lucha contra la inseguridad. Al hacerlo, las fuerzas armadas han asumido un papel policial muy amplio, que incluye el control de fronteras, la represión de manifestaciones y la lucha contra la delincuencia.
Las guerras contra las pandillas y el narcotráfico, fomentadas por Washington, son los vectores privilegiados de esta militarización.. Especialmente en América Latina, pero también en Asia. En este Alternatives Sud, Marc Batac analiza la confluencia de intereses de los actores internacionales y locales, así como la interacción entre el gobierno y las fuerzas armadas en la aplicación de la estrategia antiterrorista en Filipinas. A poca distancia de ahí, en Indonesia, el actual presidente y exministro de Defensa, Prabowo Subianto, está acusado de crímenes de guerra durante el régimen de Suharto (finales de los noventa), entre ellos la tortura y desaparición de activistas (Muhtadi, 2022).
Este paso del testigo de los políticos a los militares refuerza la impopularidad de los primeros y los méritos de los segundos. También forma parte de una dinámica específica. La popularidad de los militares en el Sur también debe considerarse en el contexto de la desilusión con la democracia, el clientelismo y la corrupción de la clase política, las desigualdades y la incapacidad de los sucesivos gobiernos para facilitar el acceso a los servicios sociales (empleo, educación, sanidad, etc.) que, en cierto modo, anclan la democracia y le dan sustancia. Los sondeos de opinión en África y América Latina muestran esta insatisfacción con la democracia (Jeune Afrique, 2024; Latino Barometro citado por Hoecker en este libro). En contraste, las fuerzas armadas están investidas de valores- probidad, profesionalismo, seriedad, etc.-, de una eficacia en la lucha contra la inseguridad y de una sumisión al interés general, que precisamente faltan en la clase política a los ojos de gran parte de la población, y particularmente de la juventud.
Por supuesto, la confianza en la institución militar y los valores que se le atribuyen son en gran medida ideológicos, basados en creencias y no en la comprobación de los hechos. Por ejemplo, el uso de las fuerzas armadas en la guerra contra el narcotráfico en casos emblemáticos como los de Colombia y México ha sido infructuoso. Del mismo modo, la lucha contra los terroristas islamistas en el Sahel, una de las principales justificaciones de los golpistas para intervenir en Malí, Burkina Faso y Níger, ha dado hasta ahora pocos resultados. En cuanto a la supuesta incorruptibilidad de las fuerzas armadas, la historia y la actualidad de muchos países, de México a Nepal, de Pakistán a la República Democrática del Congo, apuntan más bien a instituciones militares corroída por los escándalos, el clientelismo y el nepotismo.
¿Es el éxito de la lucha contra las bandas armadas en El Salvador un contraejemplo? El artículo que publicamos en este libro nos invita a cuestionar este “éxito” que se ha convertido en un “modelo”, ambos partes de una estrategia de comunicación que está en el corazón del proceso de militarización y que, en El Salvador y en otros lugares, sigue un camino principalmente triple: informativo, legal y visual (Thomas, 2024b). De hecho, en un contexto donde la información es más que nunca un asunto de poder, el presidente salvadoreño Bukele no cesa de escenificar en las redes sociales su éxito y de intentar eludir o censurar cualquier contra-narrativa crítica.
La dimensión más visible de la militarización es el “Kaki washing”: el uso de las fuerzas armadas como estrategia de comunicación política para dar al gobierno una imagen asociada a las virtudes y valores que inspiran los militares y de los que carecen los políticos (Verdes-Montenegro, 2021). Finalmente, la militarización también sigue una vía jurídica, que consiste en multiplicar y aumentar las penas de prisión -y darles gran publicidad- con fines electorales y populistas. El Salvador se ha convertido así en el país con la tasa de encarcelamiento más alta del mundo. Esta politización del derecho penal puede describirse como “populismo punitivo” (López y Ávila, 2022).
Los llamados de los gobiernos a los militares para captar una parte de su popularidad y volver a ganar cierta legitimidad no es solo una estrategia oportunista de una clase política carente de credibilidad. También refleja el hecho de que los problemas políticos se identifican y tratan cada vez más como problemas de seguridad. Este proceso, denominado “securitización” (ENAAT, Rosa Luxemburg Stiftung, 2021), consiste en privilegiar lo militar sobre lo político en el análisis y la acción, ocultando los problemas sociales bajo un paradigma (socialmente construido) de inseguridad. Si bien esta dinámica corresponde a la ola global de la derecha antiliberal y reaccionaria, no se limita a ella, como demuestra el caso de México, donde un presidente de centroizquierda hizo un amplio uso de las fuerzas armadas (Coste, 2024).
Orden, Estado e instrumentalización
La mirada neocolonial tiende, por un lado, a conceder una especie de “derecho a la guerra” a ciertos Estados (del Norte) y a validar sus pretensiones de llevar a cabo acciones “quirúrgicas”, “morales”, en resumen, “civilizadas” y, por otro lado, a decretar implícita o explícitamente que hay regiones y pueblos violentos por naturaleza, condenados así a una violencia caótica y sin salida. En contraste con esta visión, la contribución de Terefe y Tesfaye en este Alternatives Sud muestran cómo complejos factores sociohistóricos-movimientos secesionistas, atentados terroristas, recursos naturales, potencias depredadoras, intervenciones armadas internacionales- se entrecruzan para explicar por qué el Cuerno de África lleva décadas enfrentando una serie de conflictos violentos.
También señalan la explotación de las tensiones y la inestabilidad en la región por parte de potencias mundiales y regionales (Egipto, Arabia Saudí, Irán, Turquía, los Estados del Golfo) con el fin de promover sus propios intereses. Estos Estados, inmersos en una “carrera por las bases militares”, tienden a reproducir las relaciones de dominación heredadas del colonialismo, reforzando regímenes autoritarios clientelares que alimentan conflictos civiles armados en detrimento de las aspiraciones populares.
En su artículo sobre el actual conflicto armado en la región de Arakan, en Myanmar, Naing Lin aborda otro tipo de instrumentalización: las tensiones étnicas. La movilización de grupos rohingya por parte de la junta militar pretende debilitar y dividir la resistencia armada, al tiempo que alimenta las atrocidades racistas. Azadeh Moaveni ofrece un brillante análisis de otro ejemplo basado en el conflicto palestino-israelí: el uso de la violencia sexual para justificar la continuación de la guerra.
La militarización está impregnada de la retórica machista y viril de los “hombres fuertes”, de “mano dura”, en un escenario en el que las mujeres están ausentes. Sin embargo, las mujeres están en el centro de la guerra porque se han convertido en un trofeo, un objetivo y uno de los principales asuntos a considerar. La violación se concibe como un arma de guerra, pero también, lo que es más cruel, como una forma de hacer la guerra. El trabajo de Rita Segato (2021) sobre el feminicidio y las guerras contra las mujeres ilumina la actitud de las bandas armadas en México y Haití, imbuidas de una “masculinidad depredadora”, que luchan por conquistar territorios. Estas conquistas implican la apropiación violenta del cuerpo de las mujeres.
También resulta esclarecedora la tesis de Segato, que sostiene que los feminicidios no son el resultado de la impunidad, sino que funcionan más bien como productores y reproductores de dicha impunidad. De este modo, pone de relieve la connivencia entre el Estado y los actores del crimen, obligando a reconsiderar los procesos de negociación y resolución de conflictos. Existe un gran riesgo de sacrificar la justicia, por no hablar de la reparación, en nombre de la realpolitik, lo que atrapa a las sociedades en un círculo vicioso de violencias e impunidad.
Varios artículos de este número de Alternatives Sud nos invitan a pensar la militarización en la intersección de una red de actores y relaciones sociales que trascienden la esfera estatal sin limitarse a ella. Los militares no llenan tanto un vacío en el Estado como manifiestan su presencia bajo una forma específica: la coerción estatal. Hay que elegir entre dos formas de acción pública: la fuerza armada o los servicios sociales. La militarización, por tanto, no es tanto una retirada del gobierno del ejército como una revisión de la distribución de poderes y una reconfiguración del poder público.
En una situación de crisis que se percibe o se presenta como fuera de control, se recurre a los militares (o éstos intervienen directamente) precisamente para recuperar el control y restablecer el orden. Del mismo modo, cuando la soberanía nacional -de la que las fuerzas armadas son garantes- se ve socavada por una amenaza (a veces imaginaria) que siempre se describe como “externa” a la sociedad y a la nación -ataques imperialistas, grupos terroristas, organizaciones subversivas, bandas, narcotraficantes-, se facilita la entrada de las fuerzas armadas en la arena política.
Sin embargo, el orden es tanto una fantasía como un instrumento de poder. Permite delimitar el espacio público, reforzar el control social y adoptar medidas extraordinarias, todo ello limitando los mecanismos de control. El desorden justifica la militarización, que a su vez define el orden, lo que es y lo que debe ser. Y los medios para conseguirlo. Así, la atribución de funciones policiales a los militares va unida a la militarización de la policía (¿tanto en el Sur como en el Norte?), mientras que el estado de excepción o de emergencia tiende a prolongarse, reproducirse y autolegitimarse, como demuestra el caso de El Salvador.
Resistencia
Refiriéndose a Alemania durante y después de la Primera Guerra Mundial, George Mosse propuso el concepto de “brutalización” para explicar la trivialización e interiorización de la violencia y su papel como catalizador del resurgimiento nacionalista y totalitario. ¿Puede este concepto, sobre el que no existe consenso entre los historiadores·as, ser útil para analizar las sociedades del Sur que se enfrentaron a largas oleadas de violencia? ¿Podría la militarización ser una forma renovada de despertar nacionalista y el uso de las fuerzas armadas un signo de “brutalización” aceptada e institucionalizada? En cualquier caso, la exposición a la violencia tiende a normalizarla.
La guerra no es ni una fatalidad ni un accidente que ocurriría en un cielo sereno. Es, más a menudo, un medio para que los actores tomen o conserven el poder, acaparen recursos y repriman los movimientos sociales. La despolitización y la esencialización de los conflictos armados ocultan las causas y las responsabilidades, así como las resistencias a estas guerras. Y complican o hipotecan aún más la salida de la crisis.
Es ilusorio creer que los medios militares pueden resolver problemas que casi siempre tienen un origen socioeconómico, histórico y político. Pero es igualmente ilusorio pensar que un acuerdo entre las partes de un conflicto basta por sí solo para alcanzar la paz. Por ejemplo, la violencia que divide actualmente a Sudán es una guerra contra la población librada por dos grupos no representativos que no tienen otro proyecto nacional que el acaparamiento de los recursos y el poder, y la explotación del pueblo sudanés. Una interpretación distorsionada de los conflictos conduce a mecanismos erróneos para prevenirlos y resolverlos.
En este Alternatives Sud, Rim Mugahed describe las expectativas contradictorias y poco realistas de las activistas yemeníes y las dinámicas nacionales e internacionales que se entrecruzan y que han llevado a su exclusión de la mesa de negociaciones, a pesar de la Resolución 1325 del Consejo de Seguridad de la ONU (adoptada en 2000), que reconoce el papel central de las mujeres y exige que las distintas partes en conflicto fomenten su participación en las negociaciones y en la reconstrucción posterior al conflicto. Por desgracia, en Yemen, como en otros lugares, el modelo liberal de paz que sigue siendo dominante tiende a reducir las negociaciones a un acuerdo entre las élites locales enfrentadas, ignorando la violencia estructural que perpetran y garantizándoles la impunidad. Por no mencionar que, en muchos casos, no tienen ningún interés en poner fin al conflicto (Mansour, Eaton y Khatib, 2023).
Combatir la guerra significa, ante todo, nombrar las dinámicas, las causas y los responsables, despojar a la violencia de su naturalización y a la militarización de su narrativa funcional. Exponer y denunciar los gastos y beneficios considerables del complejo militar-industrial mundial, del que el Pentágono es uno de los principales centros. Volver a situar la cuestión de la igualdad y el poder en el centro del debate y reflexionar sobre cualquier salida a la crisis con y desde las organizaciones sociales en general y las organizaciones de mujeres en particular que están en primera línea. Bajo una estrategia de militarización, los objetivos son los narcotraficantes, las bandas, las guerrillas, etc. – Bajo una estrategia de militarización, los objetivos -narcotraficantes, pandillas, guerrillas, etc.– tienden a volverse permeables y permutables, de manera que muy rápidamente incluyen a los movimientos sociales, a las ONG de derechos humanos, a los periodistas, etc., a todos aquellos que se niegan a conformar su crítica y sus acciones a la lógica bélica del poder.
Quienes son ingenuos·as o complacientes, quienes sólo los ven como “aberraciones” o “excesos” que se apresuran a disculpar, se condenan a ser incomprendidos y a sucumbir a la disciplina autoritaria y a la tolerancia de la violencia estatal que el populismo punitivo prepara y sostiene. Por el contrario, necesitamos repolitizar la cuestión de la seguridad, el conflicto y la paz, liberar la acción de una perspectiva puramente estadocéntrica, dotarnos de los medios políticos no para continuar la guerra, sino para detenerla.